domingo, 25 de agosto de 2013

Una fruta: el calafate.

Fue a visitarlo porque soñó que le curaría el resfrío con un té caliente.
Llevaba el bolso lleno de libros y de sabores del sur. Ya le habían dicho que el calafate la regresaría a Tierra del Fuego, entonces ella probó.
Había vuelto allí por dos razones: la biblioteca popular y la cárcel.
De pronto, frente a la biblioteca. La misma fachada rosa y lila predecía su elección literaria; adivinaba que se robaría a Pizarnik, esta vez, sin que la descubrieran. Eligió el mismo libro que aquella otra vez había leído sentada en la sala de la biblioteca color infancia. El mismo libro que luego querría retirar y, sin embargo, las escrutadoras bibliotecarias le exigirían un carnet de socio que ella pretendió haber olvidado. "La mentira tiene patas cortas", le había dicho la señora con cara de maestra escolar que comandaba el recinto como gendarme de frontera. Ella pidió permiso para usar la sala un rato más y para leer otro libro: permisos concedidos. Aprovechó un momento de distracción de las doñas y con todo el coraje e impunidad que había acumulado en sus diecisiete años de existencia, mandó el ejemplar de prosa completa al bolso verde y rojo que llevaba por entonces. "Mala suerte", dijo una. Vigilancia y castigo en los gendarmes pedagógicos de Ushuaia.
Pero, esta vez no fallaría, esta vez, Pizarnik iría con ella. Recordaba la visita anterior a esa provincia y recordaba las influencias de un fantasma que vio en cera. Creía en la sugerencia del fantasma, por lo tanto, tomó el libro cuando supo dónde estaba y se fue caminando, sin prisa, por la calle. Los gendarmes ya no podrían detenerla porque en el fondo, necesitaban un acontecimiento eclipse en sus vidas. Algo que las pusiera en jaque sin importar la resolución.
Verdaderamente feliz se dirigía a ver a su fantasma de cera. Antes de entrar, contempló el edificio donde éste se encontraba y recordó a los turistas que hacían fila delante suyo unos años antes. Finalmente, ingresó al presidio. Azul marino, pasillo, pasillo, pasillo. Esta vez no quiso saludar a Ricardo Rojas; sabía que lo vería por muchos años más. Tampoco se acercó demasiado al Petiso Orejudo porque ella quería matar algún que otro niño en sus ficciones y la realidad es que no aceptaba que la comparasen. Fue derecho a Simón porque le gustaban por entonces las barbas y más le gustan ahora que es mujer. Lo miró y lo besó en la boca con sus labios sabor calafate. Quería que le secara los pies de nieve y que le curase el resfrío.